Fragmentos a la deriva
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A LA DERIVA
Xavi Narro
© Ediciones B
Y así acabé el día en que conocí a Plébot dos veces, como decía él. Entonces no me podía ni imaginar cuántas veces más lo conocería, ni cómo, gracias a él o por su culpa, mi camino se desviaría de tal manera que dejaría atrás familia, hogar y carrera, lo dejaría todo atrás para vivir los mejores y los peores días de mi vida. He aquí un dilema que todavía no sabría resolver: si pudiera retroceder hasta ese momento, ¿procuraría mantenerme alejado de él, o volvería a acompañarlo a México?
Con él no me aburrí nunca, nunca me vino con tópicos, con conversaciones de ascensor, con tratar de quedar bien. Era una sorpresa constante. Una ola que te elevaba sobre el mundo y te hacía sentir la emoción brotando de cada poro, pero seguidamente te rompía encima y te hundía hasta la asfixia, sin maldad, sin bondad, tan arbitrariamente como una corriente que te lleva a la deriva y que te puede condenar o salvar sin ninguna intención determinada.
—Ahí va, colega. —Se aclaró la garganta—. Un ser maligno y todopoderoso te obliga a escoger entre estas dos alternativas: que tu hija nazca muerta, o que, en cambio, se mueran un millón de niños indios. Si te niegas a contestar, la palman tanto tu hija como los niños. ¿Qué eliges?
Me hacía gracia vomitar sobre Barcelona, la ciudad que había cambiado las revoluciones por el corporativismo, que de tanto lavarse la cara para ponerse maca se había convertido en un ingente escaparate estéril, que estaba des terrando a sus hijos con el fin de hacer sitio a los rollos de una noche, pero el taxista no me dejaba concentrarme. Me contaba que trabajaba seis meses aquí y luego se volvía al Pakistán y vivía el resto del año como un rajá. Con el tiem po, quería montar su propia flota de taxis. Tenía ambición (era joven).
No me toméis por un fanático, ahora, es que a finales de temporada siempre es conveniente ser barcelonista. Y si no ganamos nada, ¡qué le vamos a hacer!, también está bien que los equipos sin acceso a financiamiento público se lleven algún título de vez en cuando para darle un poco de morbo a la cosa, con la condición, eso sí, de que el Madrid también pierda. Así somos los culés de primavera.
Siempre había evitado mentir, pero ahora me daba cuenta de que no lo hacía porque me pareciera malo, sino difícil.
Curiosamente, el tratamiento del dolor en las pinturas de la Kahlo me sirvió de analgésico. Yo nunca he tenido la columna vertebral destrozada, pero sí que padezco de una amargura en el pecho, o en la cabeza, o donde sea que habita la consciencia, desde que tengo memoria. Enfrentado a las lágrimas de sus autorretratos me sentía mejor, mis problemillas de Primer Mundo se volvían insignificantes en comparación con la putada de que te aplaste un autobús. Pero entonces llegué al cuadro de las sandías y leí el «Viva la vida» escrito sobre una de las frutas, y me dio mucha rabia, ya que, al final de una existencia heroica, Frida Kahlo se había rendido al optimismo, había renegado del calvario, que había sido la fuente de su inspiración, y se había puesto de parte de la alegría, que nunca había hecho nada por ella.
Quizás es que para mí la gracia de seducir a alguien no es meterle el nabo, sino doblegarle la voluntad.
Y el oráculo me profetizó un futuro incierto, es decir, que no profetizó nada, pero tenía la guardia baja y me dejé sugestionar, quise discernir el camino entre sus vagas palabras, una luz tenue, una salida dudosa, ya que cada vez me sentía más perdido y aquel viaje a México no me estaba ayudando en absoluto, sino que me estaba desorientando aún más.
«Ha llegado el momento —decía el hombre del espejo—. ¿Qué eliges?» Jamás se había formulado una pregunta tan perversa. Y una parte de mí quería sentir calor y morir en brazos de alguien que me amara, pero la otra quería deambular solitariamente por la noche y precipitarse definitivamente al abismo, así que me quedé callado.
Me compadecí de él, debía de ser horroroso tener la vida tan desordenada como para ponerse a cagar de madrugada. Me puse los auriculares con un audio de un tío que cortaba caras de Barbies con un cuchillo jamonero, pero ni así me calmé, no podía dejar de preguntarme cuál era la ubicación exacta de mi esencia, en qué punto concreto habitaba la vocecita de mi interior, mi cuerpo era simplemente un vehículo, eso estaba claro, pero ¿dónde puñetas se sentaba el conductor? Y así hasta que el amanecer me atravesó los párpados.